Todos creemos en cosas. Eso es un hecho. No hay ninguna persona que viva con una absoluta postura de incertidumbre. Sin embargo, los motivos que llevan a una persona a creer en algo pueden ser muy distintos de los que llevan a otra persona, incluso si ambas creen en lo mismo.
Asimismo, podemos clasificar las creencias en dos grandes grupos: las creencias locales y las generales. Por ejemplo, si yo voy a lanzar una moneda y digo «creo que ahora va a salir cara» estoy manifestando una creencia local, mientras que si yo digo «creo que siempre va a salir cara» mi creencia es general. La diferencia es que las generales abarcan una infinidad de sucesos, y las locales uno concreto. Esta distinción es importante porque afecta de un modo muy drástico al concepto de verdad.
Podemos decir que algo es cierto sobre un suceso local: «ahora mismo yo estoy escribiendo». Sin embargo, con una creencia general es imposible asegurar si es completamente verdadera o no. Una creencia general es una hipótesis cuando comienzas a planteártela, y una ley cuando la has comprobado una cantidad suficiente de veces como para estar convencido de ella. Pero una ley nunca será completamente cierta, sino a lo sumo extremadamente fiable.
Ya que la única forma de reducir la fiabilidad de una creencia general es dar con un contraejemplo, una persona limitada en conocimientos tendrá menos contraejemplos con los que refutar ciertas teorías, y por tanto la ignorancia va muy de la mano con las creencias absurdas, donde defino creencia absurda como aquélla a la que es muy fácil aportar un contraejemplo. Un ejemplo de creencia absurda sería decir «el Sol siempre sale por mi izquierda», ya que si al día siguiente la persona que lo dice gira sobre sí misma 180º verá al Sol salir por la derecha. De hecho, esta creencia violaría el principio físico de covarianza en caso de ser cierta, que nos dice que las leyes físicas no deben depender del observador. A medida que es más difícil dar con un contraejemplo para una creencia ésta es, en vista de lo anterior, más firme.
Ahora bien, ¿debemos asumir que el contraejemplo será reconocido como tal idénticamente por toda la población? La experiencia me dice que no. Por ejemplo, yo siempre tuve la «creencia general» de que a cualquier persona a la que se le plantease un proyecto en el que un cuerpo debiese tener masa negativa la rechazaría (salvo quizá en teorías físicas avanzadas, pero no es el caso). Sin embargo, me he topado con gente haciendo problemas de matemáticas en los que se preguntaba si un problema era posible con ciertos datos y en los que dando el resultado una masa negativa no encontraban ningún problema. Así pues, mi creencia general resultó ser falsa, ya que un contraejemplo que a mí me parecía evidente para algunas personas no lo era. De nuevo, la carencia de conocimientos, en este caso matemáticos, supone creencias absurdas. Y más preocupante aún, la carencia de conocimientos dificulta también dar con contraejemplos que entienda esa persona.
Resumiendo, los contraejemplos son más difíciles de encontrar cuanto menos sabe el creyente y cuanto más fiable es la teoría. Por poner el ejemplo que espero que todos los lectores estén esperando, es muy difícil dar con un contraejemplo decente para un analfabeto que crea en un dios. Recordemos que la existencia de un dios no es fiable en el sentido de que tenga sentido sino en el expuesto aquí, de que es muy difícil dar con un contraejemplo para ella.
De modo que cuando dos personas tienen dos creencias generales distintas con las que explicar algo pueden suceder, a priori, dos cosas: o que ambas creencias sean compatibles, o que una creencia deba suplantar a la otra para no entrar en incompatibilidades. Incluso esta apreciación será subjetiva, pues puede ser que uno de los dos sujetos vea muy clara la discrepancia entre sus creencias y otro las vea bien las dos a la vez. Trataremos también este último caso.
.-Si los dos están de acuerdo en que ambas creencias son compatibles, lo normal sería que cada uno pasase a aceptar ambas como creencias propias. Por ejemplo, una persona que cree que «una casa es bonita por tener el tejado rojo» puede encontrarse con otra que crea que «esa misma casa es bonita por tener la puerta azul». Si ambos están de acuerdo con la creencia, entonces probablemente ambos asuman que «la casa es bonita porque tiene el tejado rojo, y además porque tiene la puerta azul».
.-Si los dos están de acuerdo en que ambas creencias son incompatibles, lo normal sería que cada uno expusiese sus argumentos y entre los dos discutiesen para decidir cuál es más fiable, exponiendo contraargumentos con los que desmontar las creencia del otro. Sin embargo, es importante resaltar que los argumentos que se consideren válidos en una discusión sólo necesitan ser validos para los dos que discuten, y no para el resto. Por ejemplo, supongamos que una persona cree que «el delfín es un mamífero porque lo aprendió en clase», y la otra le dice que «el delfín es un pez porque vive en el agua», a lo que la otra le contesta «tienes razón, me habré equivocado». En este caso la mayoría (espero) estaremos en desacuerdo con la conclusión, pero como discusión ha sido perfectamente válida.
.-Si uno cree que que son compatibles y el otro no, normalmente uno tendrá que discutir con el otro para hacerle recapacitar y posteriormente volver a uno de los dos casos anteriores.
Ahora bien, el caso que nos interesa en esta entrada es cuando los dos ven clara la incompatibilidad y tienen que discutir. Ante todo, lo que deberían tener claro es que la finalidad de una discusión o debate constructivo es convencer al otro de nuestra creencia, y no conseguir que nos de la razón porque sí o humillar al «oponente dialéctico». Desgraciadamente, en muchas ocasiones la frase anterior es completamente ignorada.
La estructura de la discusión constructiva, además, tiene una estructura determinada de la que la gente suele pasar como le viene en gana. En una discusión debemos contestar siempre a nuestro oponente contestando a sus argumentos uno a uno, y aportando después lo que creamos conveniente.
Cuando en una discusión alguien contesta a su oponente sin rebatir los argumentos que éste le ha dado queda automáticamente como un cobarde, y además es muy fácil interpretar que no tiene nada que decir al respecto y que por tanto son puntos flacos de su creencia. En cambio, si contesta a su oponente rebatiendo argumentos que no son exactamente los que éste ha dicho, pero que en cambio son más fáciles de atacar, se está recurriendo a la falacia del hombre de paja que consiste precisamente en intentar convencer a los espectadores, incluido el oponente, de que éste ha dicho algo que no ha dicho y que es erróneo o, al menos, más criticable. Cualquiera de las dos actitudes es reprobable, y también frecuente.
Otra cosa que también queda bastante fea en una discusión es repetir una y otra vez los mismos argumentos, como si por decir algo más veces se entendiese mejor. Decir lo mismo con otras palabras también es poco estético, además de cansino e insultante para la persona a la que se intenta hacer creer que estás diciendo algo nuevo. Estos errores y los del párrafo anterior, por su parte, son especialmente corrientes en política, donde como ya dije aquí la discusión constructiva es más bien escasa.
Un ejemplo de discusión catastrófica para los oyentes sería: «Hace falta solventar el tráfico de drogas en los institutos, así que habrá que tomar medidas firmes», «Sí, pero no puedes pretender encerrar a los adolescentes en casa sin ir a clase», «No hablo de encerrarlos, pero sí de arreglar este problema».
Ahora bien, hay otro tipo de acción en una discusión que para mí es muchas veces peor que las anteriores, y es el recurrir como fuente argumental a falacias de autoridad, es decir, discutir citando constantemente a otras personas que han argumentado en discusiones análogas como si fuesen un argumento indiscutible. Técnicamente, una falacia de autoridad es cualquier intento de convencer al oponente de que su opinión vale menos que la de otra persona. ¡Grave error! Si crees que su opinión vale menos, tienes que convencerle de ello, y convencer de algo no es simplemente decirlo. Recordemos lo primero que dije: «no conseguir que nos de la razón porque sí o humillar». Si no eres capaz de convencer a tu oponente con tus argumentos, o explicando bien tus referencias, lo correcto es que asumas tu derrota en la discusión, y no que le trates de desacreditar por la cara. Pongamos por ejemplo la discusión en la que una persona dice «una vida sin filosofar merece ser vivida», la otra persona le contesta «no estoy de acuerdo con eso porque puedes disfrutar sin romperte la cabeza» y la primera le contesta «¿acaso sabes tú más que los griegos?». Aquí evidentemente la primera persona está pecando de intentar desacreditar a la segunda y obligarle a aceptar su creencia en base a que le sale de las narices, porque la argumentación es horrible.
Intentando evadir los recursos anteriores, una discusión puede acabar obviamente de dos formas: o una persona convence a la otra o ninguna persona convence a la otra. En el primer caso, no tienen por qué haber acordado la creencia que sea más fiable para todo el mundo, sino la que era más fiable para ellos dos (recordemos que estamos definiendo fiable como difícil de desmontar con contraejemplos). En el segundo caso, que se puede dar aunque una persona consiga que la otra le de la razón, ambos tendrán que reforzar sus argumentos para venideras discusiones o de lo contrario deberían desistir de volver a intentarlo.
La cuestión aquí es: ¿por qué es importante la discusión? La discusión es, ha sido y será, desde los comienzos de nuestra civilización la única fuente de intercambio de ideas que tenemos los seres humanos. A través de la discusión, enfrentándonos a la necesidad de convencer al resto de la gente de nuestras opiniones, nos damos cuenta de lo fiables que son nuestros argumentos o, por el contrario, de lo frágiles que resultan ante cualquier contraargumento.
Una persona que nunca discute es «probablemente» una persona que tiene miedo de tener que defender sus creencias, que seguramente serán pasionales más que racionales. Las creencias pasionales están bien en muchos casos, pero corren el riesgo de pretender ser indiscutibles, mientras que en muchos casos no es así. Tenemos un claro ejemplo de ello en las personas que defienden a un familiar conflictivo con la creencia pasional de que no está haciendo nada malo.
Otra opción de una persona que nunca discute es alguien que tiene tan claro que no va a poder argumentar sin ponerse de los nervios que prefiere pasar. Hablamos aquí de gente a la que le da igual que las otras personas no tengan una creencia que él considera más fiable porque simplemente no cree que tenga muchas opciones de conseguir nada discutiendo con ellos. No es muy criticable, pero es lamentable en la sociedad del conocimiento que se supone que aspiramos a ser.
En resumen, cuando crees en algo debes defenderlo a capa y espada e intentar siempre convencer a los demás con tus argumentos para poner a prueba tu fiabilidad. Todo ello en virtud de mejorar como ser racional que eres y en tu viaje hacia el conocimiento. Una derrota dialéctica que consigue hacerte cambiar a otra opinión más adecuada es una victoria cultural, ya que de ahí en adelante podrás expandir tu nueva creencia a más gente. Por otra banda, una victoria dialéctica supone la responsabilidad social de intentar aportar tu creencia fiable a quienes te rodean hasta que alguien sea capaz de desmontar tus argumentos.
Sólo con esta filosofía de vida, y no otra, es posible progresar en la mayoría de los aspectos como persona: tener la humildad de reconocer la derrota y agradecer a nuestro oponente su aportación; saber tragarse el orgullo y saber reconocer cuándo nuestras creencias han sido ridiculizadas; y tener la preocupación de intentar convencer al colectivo del que formas parte con tus creencias. Pues la felicidad, más que en el reconocimiento personal, está en saber que has ayudado a quienes te rodean.
Próximamente escribiré sobre la felicidad, como ya está anunciado en «entradas pendientes».
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